Friday, 16 January 2009

Escupir la lengua (American Accent)

1
La madre había dado las indicaciones. Tenía que vender por lo menos cinco cajas de chicles.

La mujer sujetó al niño pequeño en su espalda con el largo reboso, y con sus fuertes y ásperas manos, hizo un nudo para asegurarlo. Eran las seis de la mañana, y a pesar del frío, tenía que iniciar la rutina.

La niña, apenas se despierta e incorpora, los dos grados centígrados le provocan un temblor involuntario que sólo lo puede mitigar al ponerse el suéter que, botado por ahí, había dejado la noche anterior. Luego, en cuestión de minutos, tiene que seguir a su madre y recorrer, todavía a oscuras, las calles vacías hasta llegar a su crucero. Y la mamá advierte antes de que inicie su jornada laboral: “!Español!, María”. Y luego María recuerda aquella vez que hablaba otomí con un desconocido, a quien hizo sonreír sólo por escucharla. Pero no logra olvidar tampoco, y mucho menos se explica, la reacción de su madre aquel día, quien la tomó del brazo con la misma fuerza con la que amarraba el reboso para cargar a su hermano, pero esta vez para alejarla de aquel hombre y para luego darle una súbita bofetada en la boca: “para que entiendas, María, ¡español!".

2
Se aproximaba al hombre de migración; le vino a la mente todo aquello que había aprendido desde chica. Su comportamiento tenía que ser natural, tal y como era ella. Su pelo lacio, claro, su tez apiñonada, sus ojos azules, sus finos y simétricos rasgos, y su porte, tan “elegante”, así era Lula, quien parecía a simple vista una adinerada turista. Con acento americano saludó al dependiente. La reacción fue parca y brusca. El hombre regordete, de color, un gigante para Lula, sólo se reservó a preguntar la procedencia, si venía de México. Lula bajó la mirada y en castellano tuvo que contestar que “sí”.

3
Por última vez les decía a sus padres que no regresaría. Eso ya lo había sentenciado en otras ocasiones, pero esta vez en colérico tono. "Te hemos depositado el suficiente dinero para que vuelvas", le advertían a Luis y le suplicaban a la vez, pero ya todo era inútil. "Allá no tengo nada qué hacer", vociferaba haciendo retumbar el teléfono, "sólo de pensarlo me da nauseas". En efecto, habían pasado muchos años y “ya no se imagina ahí otra vez". Pero sus padres nunca lo entendieron, así que la incomprensión era mutua. La última vez que lo habían visto en su país fue hace ocho años, cuando aún era adolescente; y ahora es un adulto, un hombre que ha elegido hablar otra lengua.