Tuesday 18 December 2007

El retrato

1.
Visitamos a la abuela y no sé si entendió lo que le platicamos. Quizá no lo sabremos nunca. A veces pienso que sí tiene conciencia, pero que no le importa, y que en ese ser indiferente, nos muestra su cariño y aprobación. No tardó en sacar el álbum, ese “de los de antes”. Le regaló a Luis la foto que había tenido guardada durante 40 años y que en algún tiempo la había exhibido en un portarretratos de madera que ya no existe más. Era yo de “chamaco”, como de manera risible mi abuela lo había dicho. La visita duró un par de horas.

2.
“Te pude reconocer, no fue difícil. A pesar de que ya no somos los mismos de aquellas imágenes, algo queda en la mirada, una marca que permanece todo el tiempo, y quizá sea ése, aunque apagado, el único ropaje que nos acompañe hasta la muerte. ¿Qué será?, pues ni siquiera son los mismos ojos ni el mismo cuerpo. Tal vez lo que quede de aquellos años sólo sea el brillo que durante el vivir se resiste a abandonarnos. Con certeza no sé qué es, pero aún en esa foto de antaño, supe que eras tú”. Luis terminó de hablar, me besó, y apagó las luces.

3.
De sus palabras reconocí cierta añoranza y mi mente insistía en recordar lo que había dicho. Simulé estar dormido, escuchaba y sentía su leve respirar. Acompañé su sueño, pensé en los 15 años de estar juntos y en nuestra inminente entrada a los 50’s.


Iván Islas.
December 18th, 2007.

Thursday 15 November 2007

El espejismo




A Rick Vázquez Oliveras.

En ese pedazo de asfalto, ahí se detuvieron. Tuvo la impresión de que pisaba el centro del mundo. Sí, se había interrumpido su caminata, y en medio de la calle, cubiertos por el frío del albor del día, hacían una pausa. Le pidió sólo eso, darle un abrazo. Y así, el poco ruido del exterior quedó anulado y todo aquello fue silencio por unos segundos. Luego, reanudaron sus pasos; él habló por primera vez de lo que sentía.

Se volvió aquel pedazo de asfalto el centro del mundo, pero no se dio cuenta, pues distraído en decir, se olvidó que aquello no era más que un instante vivido y no un espejismo; y luego ese pedazo de asfalto se convirtió, simplemente, en un punto más, no sé de donde.

Iván Islas.
Mexico City, November 14th, 2007.

Wednesday 10 October 2007

El ritual


Tuesday 14 August 2007

Into The Wood

Erase una vez el camino verde. Era la metáfora hecha añicos, minimizada por la propia realidad. Era el bosque, como el bosque, sí, el de los cuentos de hadas.

El olor guiaba o parecía ser el imán; las veredas apenas y se distinguían. Todo era penumbra, el tacto ayudaba un poco. Después de acostumbrarse a la oscuridad, algunas siluetas se podían ver. Ir adentrándose era al mismo tiempo como internarse en lo desconocido y lo deseado. Como refiriéndose a un vicio, algunos decían: “dije que no volvería más, pero aquí estoy”. Entre la maleza, el olor a tierra húmeda, el sonido de los insectos; bajé por una vereda, parecía una especie de cueva. Escuché pasos en ambas direcciones. La primera vez me aterraba la idea. La mirada y lo blanco de los ojos era la única forma de distinguirlos. Luego, venía el desenfrenado contacto. Y aquellos encuentros, de forma paradójica, estaban envueltos en sentimientos de culpa y goce.

Erase una vez el camino verde, oscuro y denso. Era una rutina para muchos. Era el vicio, la debilidad. Erase una vez el bosque en una noche incipiente cuando la ansiedad se vuelca y esclaviza. Salí de manera sigilosa, fui subiendo. No era un cuento de hadas. Era la simple posibilidad del anonimato, de ser y no ser, de la condena voluntaria.

Erase una vez el camino verde. Y vino la amenaza, no como, sino que vino en realidad. Vigilar y castigar era la consigna. La mañana era fría. Ejército de verdugos cumplían la orden. Realizaban la labor de terminar con aquello. La poda había comenzado.

Erase una vez el camino verde. ¿Acaso destruirían todos los árboles? ¿En nombre de quién y a razón de qué? Pero lo verde emerge de nuevo en cada verano lluvioso. Y mientras nazcan árboles, bosques, caminos, veredas, y mientras la noche esté ahí, sin cobardía, los muchachos también seguirán. Ellos se darán cita otra vez, allí, dentro del bosque.


Iván Islas.
Agosto 14, 2007.
Ciudad de México.

Monday 16 July 2007

Rojo color sangre

Las manos a la altura de sus piernas de manera sospechosa habían quedado petrificadas. El trayecto se tornaba inacabable y sus pasos no hacían el menor ruido. Sus pies, cual si pisaran una gran alfombra, parecían sostenidos por el aire. Su mano izquierda a puño cerrado contenía un objeto metálico. Ahí precisamente se había trasladado todo su resentimiento. Cada vez más se aproximaba al auto, a ese Mercedes Benz plateado, que por sí solo se presentaba y se distinguía en medio de los demás. Y recordaba su voz siempre escandalosa cuando me acompañó a comprarlo: “sí, ese es el mejor color”. Sólo por milímetros se podría haber medido la distancia que lo separaba del Mercedes, era nada. Luego, como en cámara lenta, vino lo peor: se desdibujaba el deseo, se volvía un acto de la realidad. Sin dar señal previa, con esa llave, recorrió, en línea precisa, marcando en tono de odio y como si un puñal rasgara la piel de un hombre, toda la parte lateral de aquel precioso Mercedes Benz. Allí había quedado la marca, que por el color plata ni se notaba, aunque en el fondo él sabía que era roja, de ese rojo color sangre.

Iván Islas.
Diciembre, 2002.

Saturday 7 July 2007

Bailar y los demás (Save the last dance for me)

Rodeados de gente conocida, era un gran salón, una pista al centro en donde los invitados bailaban. La música se diluía, la pieza terminaba, y luego, era hora de esperar la siguiente. Frente a frente, alrededor todos, el murmullo posterior, la pausa, la excusa para hablar, para decir cualquier cosa, permanecer. Estábamos ahí, los dos y no importaba la mirada de los otros, así lo habíamos decidido. Usaba un traje gris oscuro, el color que le iba bien, yo uno negro; su camisa clara, de perfecta hechura; el nudo de la corbata, inmóvil. Puso sus manos en mi cuello, como un abrazo a medias, discreto. Se aproximaba, su mirada se emparejaba a la mía. Decidió abrazarme, y luego tomó mi cabeza, la acercó a su rostro; sentí la fuerza de sus manos que, de manera violenta, pretendían arrebatar mi erguida postura. Me resistí. Bastó con buscar mis ojos. Entonces, lo escuché. Se disculpaba de todo lo dicho, por haberme tratado así todo el tiempo, y haberse dirigido siempre con esas palabras, hirientes. No evité llorar, pero no lo sentía como otras veces. Yo ya lo había disculpado por el solo hecho de estar ahí, conmigo, frente a todos, por abrazarme y bailar la siguiente pieza.

Iván Islas.
Marzo, 2007.

Friday 6 July 2007

La maldie


Terminamos con una fatiga evidente, pero al mismo tiempo lúcidos, como después de una pequeña pausa en una interpretación musical antes de un contundente epílogo. Nos duchamos por separado.

Me veía desde la cama. Sólo me cubría una toalla, ya me había secado. Entonces, me incorporé, nos abrazamos. Había luz. Conversamos de nuestros planes, pero también de lo que habíamos hecho antes, de uno que otro fracaso, de nuestras familias, de los amigos, de nuestros lugares. Empezó a toser incesantemente, y luego vino una pausa, un incómodo silencio. “He tenido que tomar muchas pastillas, y ya no lo soporto”. Se separó de mí, se puso de cuclillas a mi lado, estiró la pierna y la recorrió con su mano como para señalarla, para que mis ojos fijaran la atención en esa parte de su cuerpo. “¿Puedes ver estas manchas en mi piel?”. Yo ni siquiera las había notado. Quizá la plática previa le había dado cierta confianza para hablar de lo que casi nadie habla, de lo que se calla en estos encuentros. “Es una alergia”, me dijo. No supe qué responderle. Luego me contó que llevaba tiempo tomando medicinas, pero que le habían provocado muchos efectos, que el estómago lo tenía destrozado, que de vez en cuando las nauseas, y la alergia, la cual precisamente se notaba a través de las marcas en la piel, de esas manchas que su cuerpo evidenciaba. No quise preguntarle de qué estaba enfermo. Se acercó otra vez, tomó mi mano y la llevó hacia su pierna, hizo recorrerla delicadamente; sentí su piel. De nuevo nos abrazamos. Y siguió mi turno. “Uno nunca se acostumbrará a padecer algo. De vez en cuando tener que ir al doctor. Esa es señal de los años. Tú eres joven, muy joven aún. Nueve años menor, ¿no es cierto?”. Sonreí. Luego le conté que hace como cinco años, una mañana, seguramente después de una noche de insomnio, me vi al espejo y me descubrí con los años encima, en ese momento, según yo, había dejado de ser joven. En la piel de mi rostro ya se dejaban ver los estragos de la vida; se notaba lo vivido, pero también las batallas libradas y el dolor que habían implicado. El resultado de nunca detenerse, de prefirir callar y eludir lo decible, lo que quizá se tuvo que gritar. Así me descubrí y no hubo marcha atrás. Recargó su cabeza en mi pecho.

Hace una semana que lo conocí y probablemente no nos volveremos a ver más. Ese día, nuestra conversación duró hasta quedarnos dormidos. Recuerdo que desperté abruptamente, la ventana estaba abierta. Apenas y abrió los ojos; lo volví a abrazar, lo tapé, lo protegí del frío, me protegí también.

Iván Islas.
Ciudad de México.
Julio 6, 2007.

Ilustración: Fotografía a escultura de Javier Marín.

Saturday 16 June 2007

La pintura

A Jaime Flores Adame.

I.
Había tenido que esconder aquella pintura. Nadie más podía mirarla, sólo él.
II.
Un desagradable sentimiento le causaba “negarse”, renunciar a lo que quería, a los deseos. A veces, no había razones para conversar, daba igual ser o no ser explícitos. Y así, a través de ese extraño sonido, agudo y oculto, había sido muestra amistad, estar a un lado y sólo sabernos.
III.
La dueña de la galería, una de mis tantas cómplices, había prometido enseñarme algo. “Ya verás, te tengo una sorpresa”, me dijo aquella tarde al teléfono.

Como todos los días, había orado por media hora y al mismo tiempo recordaba a Santiago, pedía por él. Se hacía tarde…
IV.
No era más que una banal escena en aquel lienzo. Se percibía un fino y tenue barniz; el resultado, un día palideciendo, del gris pasaba al azul intenso. El trazo del pintor lograba un delicado efecto de neblina, un pálido velo que opacaba la escena y sólo los grandes ojos de uno de los dos personajes, un hombre joven, parecían provocar el único detalle luminoso. Era imposible que pasara desapercibida aquella situación que se retrataba, había cierto dejo de tristeza, una expresión facial casi apagada en ambos personajes, llevada por la gravedad, abatida. La escena, quizás, transcurría en algún país nórdico, justo a la orilla del mar. Uno soportaba el peso del otro, y fundiéndose, caminaban lentamente. Aquel muchacho, de sutil y delgado cuerpo, se sostenía en equilibrio por los gruesos hombros de un hombre quizá diez años mayor. El joven miraba al cielo.

Esa misma noche lo compré; lo quise llevar de inmediato, no esperé más. Llegué a casa y lo primero que hice fue despejar la pared más alta. Luego, con mucha delicadeza, lo coloqué en perfecta armonía junto a los demás objetos.
V.
Le comenté que la pintura era un obsequio, pero que yo se la guardaría, que mi casa sería un buen sitio para ella y que nadie más se iba a enterar. Y lo que había dicho no era más que una excusa para ver su reacción. Su mirada evidenció cierto encanto hacia la obra, pero eso no podría haber sido una señal certera, pues su estado de ausencia siempre era notable a través de esa extraña forma de mirar. Aquella ocasión parecía una respuesta diferente. En un impulso había dado su juicio: “me encanta”, aunque luego había rectificado diciendo que sólo se refería a “la técnica”. No podía aceptar el obsequio. Ni aunque yo me lo quedara en mi departamento, no podía, ni siquiera por su valor estético. Un cuadro que maldijera al Señor mostrando a dos hombres así no podría ser aceptado. “¿Qué no lo entiendes? ¡Nada que lo ofenda puede ser aceptado por mí! Ni aunque fuese una obra maestra". Así concluyó nuestro encuentro. Luego, me pidió que lo llevara a su casa. Bajó del auto, “algún día lo comprenderás”, dijo, y azotó la puerta.
VI.
Sólo algunos días bastaron para volvernos a ver. Fuimos a misa muy temprano y luego desayunamos en casa. Le dije que aún tenía el cuadro, y lo decía bajo el temor de alguno de sus arrebatos. Con la penetrante mirada de siempre, como aquella con la que miró por primera vez la pintura, respondió: “consérvalo, nunca lo vayas a vender. Hagamos ese pacto, ése ha sido un regalo, no sólo tuyo, sino también de Él”.


Ciudad de México, febrero de 2007.

Un paseo en moto

A Ociel Cuevas.

I.
Seis meses atrás y su respuesta a mi confesión: “Veme a los ojos. No llores más, que lloraré también. ¡Lucha! Esa es la batalla que te tocó librar en este mundo”. Él, hasta hoy, no quitaba el dedo del renglón, no perdía la esperanza de que ‘cambiara’. Pero a mí no me importaba, era febrero y los días con sol empezaban a aparecer.
II.
Era la complaciente sensación de ser los únicos en medio de esos bloques de concreto que se imponían, de esos altos edificios que daban sombra, que nos hacían parecer diminutos, como si cabalgáramos dentro de un gigantesco bosque. No seguí las reglas y él no dijo nada. Mis manos sujetaron su cintura, me recargué en su espalda. Lo sentí por primera vez muy cerca, lo olvidé todo y comenzó el paseo.
III.
Bajamos por el Bulevar de las Palmas. Aquel paseo terminaba. Las llantas rechinaron y anunciaron nuestro arribo. Antes de despedirse tuvo que preguntar como si continuara la conversación aquella: “¿y quién te cuidará cuando estés viejo? ¿quién te acompañará si no tendrás esposa ni hijos? Yo no podré”. Era como adelantarse, ser un aguafiestas. Entonces, bajé de la moto, era un espléndido día, de especial brillo. No quise responder. Me pareció una provocación inútil. Preferí sonreírle en un gesto de agradecimiento. Así me sentía, afortunado por aquellos instantes que acababa de vivir. Le di la espalda y seguí mi camino. Sólo recuerdo que fui feliz en aquel paseo en moto.

Iván Islas.
Ciudad de México, marzo de 2006.

El lado oscuro


¿Eres bueno?, preguntó Carlos. Aquello no fue más que un recordatorio. Diego no sabía qué decir. Precisamente eso, dicha interrogante, había sido durante los últimos años el eterno susurro de su propia sombra. Pero, ¿por qué ahora?, ¿por qué tenía que ser en ese instante en el que todo iba tan bien? El momento para ambos se alargaba en un pensamiento que no respondía ni al tiempo ni al espacio y, sin embargo, los segundos transcurrían como gotas de agua: tac, tac, tac, tac... ¡No lo es nadie!, contestó con rabia. ¿Estás seguro de lo que dices?, insistía Carlos, ¿podremos ser buenos? Entonces, todo se oscureció excepto allí donde se encontraban; una lámpara encendida los señalaba en medio de la infinita urbe. Todo había ido excelente. ¿Por qué arruinarlo? Diego y Carlos habían sido amigos por más de ocho años y esa respuesta iba a ser un gran golpe para ambos. Era la pieza de dominó que habría iniciado el derrumbe. Entonces, el velo se deslizaría, ¿todo habría sido duda y sospechas? Iba a comenzar una especie de confesión. ¡Calla!, gritó Diego, dejemos todo en silencio, como estaba. Todo se iluminó otra vez. El ruido del vapor y el aroma del café se incorporaban a la vida de nueva cuenta. Pudieron escuchar la presencia del murmullo habitual de aquel lugar. Diego puso su dedo índice en sus labios al tiempo que miraba a Carlos.

Ciudad de México, mayo 26, 2004.

Ilustración:

Hilos cósmicos
Miguel Ángel Cordera
Esmalte sobre tela (100X130cm)

Huir al norte (Los campos de futbol)


I.
“Toma las riendas de tu vida de una vez por todas”, así terminó su sermón. Y aquello sonó oportuno, prudente. Luego me incorporé y corregí mi postura, esa joroba, indicio de los lastres que cargaba, de lo pesado que me resultaba la vida. Su voz palideció el ambiente. Traté de mantenerme ahí, sin vacilar, sin instalarme en la fantasía y negarme. Sentí el viento, el aire frío de septiembre. No le llamé más, vino la huída.

II.
Manejaba de prisa, ni siquiera me percaté cuando cruzamos el Támesis. Su acento, tan ajeno, se convirtió en ruido, apenas lo entendía. Recién lo había conocido en un pub al sureste, poco después de dejar a Ian, y ya iniciaba, con él, la huída al norte, al frío de Glasgow. No sé si entendí bien los porqués de su venida a la isla, la India le parecía fascinante, pero, al parecer, no soportaba las viejas costumbres, el ser nativo, entonces coincidimos: yo quería dejar Londres y él conocer el norte.

III.
Miraba desde el parabrisas la interminable avenida. El tiempo se esfumaba y lo único que se presentaba ante nosotros eran las casas, los autobuses y la gente, todo abatido en lo cotidiano. Y de pronto, aparecieron esos grandes campos de fútbol, no tenían fin, de un peculiar verde, intenso. La espesa niebla, al unísono con la desolación del sitio, provocaba una extraña imagen, tenue, inevitablemente melancólica. Noté que nos alejábamos de la ciudad, ya mirábamos los desérticos bosques, y las luces que, en un compás irregular, emergían de vez en cuando, eran los autos del carril derecho y era el camino en penumbras. En esos instantes, había huido.

Londres-Ciudad de México.
Septiembre, 06-Diciembre 18, 2006.

Days of Rainy Mornings


It was night, the dark and empty night. We were just talking about our last years in London. Do you remember those days of rainy mornings? The sky got angry and it gave us a grey glare. The water insisted on being there as it always used to be in that season. How can we go back to those days? We used to spend all day long watching the same film, over and over. Lying down on the sofa, nothing had to be taken off. Despite everything, I was there. Was the colour of the sky the reason for being sad? You always told me I had to be clear so that I opened up and confessed my feelings at any time. Today is not different. Somebody else was here, on the same sofa next to me, so close. You were not aware of those little things. You were not right here when you were supposed to be during these rainy mornings.


London-Mexico, City.
September 06-March 07.