Friday 6 July 2007

La maldie


Terminamos con una fatiga evidente, pero al mismo tiempo lúcidos, como después de una pequeña pausa en una interpretación musical antes de un contundente epílogo. Nos duchamos por separado.

Me veía desde la cama. Sólo me cubría una toalla, ya me había secado. Entonces, me incorporé, nos abrazamos. Había luz. Conversamos de nuestros planes, pero también de lo que habíamos hecho antes, de uno que otro fracaso, de nuestras familias, de los amigos, de nuestros lugares. Empezó a toser incesantemente, y luego vino una pausa, un incómodo silencio. “He tenido que tomar muchas pastillas, y ya no lo soporto”. Se separó de mí, se puso de cuclillas a mi lado, estiró la pierna y la recorrió con su mano como para señalarla, para que mis ojos fijaran la atención en esa parte de su cuerpo. “¿Puedes ver estas manchas en mi piel?”. Yo ni siquiera las había notado. Quizá la plática previa le había dado cierta confianza para hablar de lo que casi nadie habla, de lo que se calla en estos encuentros. “Es una alergia”, me dijo. No supe qué responderle. Luego me contó que llevaba tiempo tomando medicinas, pero que le habían provocado muchos efectos, que el estómago lo tenía destrozado, que de vez en cuando las nauseas, y la alergia, la cual precisamente se notaba a través de las marcas en la piel, de esas manchas que su cuerpo evidenciaba. No quise preguntarle de qué estaba enfermo. Se acercó otra vez, tomó mi mano y la llevó hacia su pierna, hizo recorrerla delicadamente; sentí su piel. De nuevo nos abrazamos. Y siguió mi turno. “Uno nunca se acostumbrará a padecer algo. De vez en cuando tener que ir al doctor. Esa es señal de los años. Tú eres joven, muy joven aún. Nueve años menor, ¿no es cierto?”. Sonreí. Luego le conté que hace como cinco años, una mañana, seguramente después de una noche de insomnio, me vi al espejo y me descubrí con los años encima, en ese momento, según yo, había dejado de ser joven. En la piel de mi rostro ya se dejaban ver los estragos de la vida; se notaba lo vivido, pero también las batallas libradas y el dolor que habían implicado. El resultado de nunca detenerse, de prefirir callar y eludir lo decible, lo que quizá se tuvo que gritar. Así me descubrí y no hubo marcha atrás. Recargó su cabeza en mi pecho.

Hace una semana que lo conocí y probablemente no nos volveremos a ver más. Ese día, nuestra conversación duró hasta quedarnos dormidos. Recuerdo que desperté abruptamente, la ventana estaba abierta. Apenas y abrió los ojos; lo volví a abrazar, lo tapé, lo protegí del frío, me protegí también.

Iván Islas.
Ciudad de México.
Julio 6, 2007.

Ilustración: Fotografía a escultura de Javier Marín.

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