Las manos a la altura de sus piernas de manera sospechosa habían quedado petrificadas. El trayecto se tornaba inacabable y sus pasos no hacían el menor ruido. Sus pies, cual si pisaran una gran alfombra, parecían sostenidos por el aire. Su mano izquierda a puño cerrado contenía un objeto metálico. Ahí precisamente se había trasladado todo su resentimiento. Cada vez más se aproximaba al auto, a ese Mercedes Benz plateado, que por sí solo se presentaba y se distinguía en medio de los demás. Y recordaba su voz siempre escandalosa cuando me acompañó a comprarlo: “sí, ese es el mejor color”. Sólo por milímetros se podría haber medido la distancia que lo separaba del Mercedes, era nada. Luego, como en cámara lenta, vino lo peor: se desdibujaba el deseo, se volvía un acto de la realidad. Sin dar señal previa, con esa llave, recorrió, en línea precisa, marcando en tono de odio y como si un puñal rasgara la piel de un hombre, toda la parte lateral de aquel precioso Mercedes Benz. Allí había quedado la marca, que por el color plata ni se notaba, aunque en el fondo él sabía que era roja, de ese rojo color sangre.
Iván Islas.
Diciembre, 2002.
Literary exercises/ Ejercicios literarios
Monday, 16 July 2007
Saturday, 7 July 2007
Bailar y los demás (Save the last dance for me)
Rodeados de gente conocida, era un gran salón, una pista al centro en donde los invitados bailaban. La música se diluía, la pieza terminaba, y luego, era hora de esperar la siguiente. Frente a frente, alrededor todos, el murmullo posterior, la pausa, la excusa para hablar, para decir cualquier cosa, permanecer. Estábamos ahí, los dos y no importaba la mirada de los otros, así lo habíamos decidido. Usaba un traje gris oscuro, el color que le iba bien, yo uno negro; su camisa clara, de perfecta hechura; el nudo de la corbata, inmóvil. Puso sus manos en mi cuello, como un abrazo a medias, discreto. Se aproximaba, su mirada se emparejaba a la mía. Decidió abrazarme, y luego tomó mi cabeza, la acercó a su rostro; sentí la fuerza de sus manos que, de manera violenta, pretendían arrebatar mi erguida postura. Me resistí. Bastó con buscar mis ojos. Entonces, lo escuché. Se disculpaba de todo lo dicho, por haberme tratado así todo el tiempo, y haberse dirigido siempre con esas palabras, hirientes. No evité llorar, pero no lo sentía como otras veces. Yo ya lo había disculpado por el solo hecho de estar ahí, conmigo, frente a todos, por abrazarme y bailar la siguiente pieza.
Iván Islas.
Marzo, 2007.
Iván Islas.
Marzo, 2007.
Friday, 6 July 2007
La maldie
Terminamos con una fatiga evidente, pero al mismo tiempo lúcidos, como después de una pequeña pausa en una interpretación musical antes de un contundente epílogo. Nos duchamos por separado.
Me veía desde la cama. Sólo me cubría una toalla, ya me había secado. Entonces, me incorporé, nos abrazamos. Había luz. Conversamos de nuestros planes, pero también de lo que habíamos hecho antes, de uno que otro fracaso, de nuestras familias, de los amigos, de nuestros lugares. Empezó a toser incesantemente, y luego vino una pausa, un incómodo silencio. “He tenido que tomar muchas pastillas, y ya no lo soporto”. Se separó de mí, se puso de cuclillas a mi lado, estiró la pierna y la recorrió con su mano como para señalarla, para que mis ojos fijaran la atención en esa parte de su cuerpo. “¿Puedes ver estas manchas en mi piel?”. Yo ni siquiera las había notado. Quizá la plática previa le había dado cierta confianza para hablar de lo que casi nadie habla, de lo que se calla en estos encuentros. “Es una alergia”, me dijo. No supe qué responderle. Luego me contó que llevaba tiempo tomando medicinas, pero que le habían provocado muchos efectos, que el estómago lo tenía destrozado, que de vez en cuando las nauseas, y la alergia, la cual precisamente se notaba a través de las marcas en la piel, de esas manchas que su cuerpo evidenciaba. No quise preguntarle de qué estaba enfermo. Se acercó otra vez, tomó mi mano y la llevó hacia su pierna, hizo recorrerla delicadamente; sentí su piel. De nuevo nos abrazamos. Y siguió mi turno. “Uno nunca se acostumbrará a padecer algo. De vez en cuando tener que ir al doctor. Esa es señal de los años. Tú eres joven, muy joven aún. Nueve años menor, ¿no es cierto?”. Sonreí. Luego le conté que hace como cinco años, una mañana, seguramente después de una noche de insomnio, me vi al espejo y me descubrí con los años encima, en ese momento, según yo, había dejado de ser joven. En la piel de mi rostro ya se dejaban ver los estragos de la vida; se notaba lo vivido, pero también las batallas libradas y el dolor que habían implicado. El resultado de nunca detenerse, de prefirir callar y eludir lo decible, lo que quizá se tuvo que gritar. Así me descubrí y no hubo marcha atrás. Recargó su cabeza en mi pecho.
Hace una semana que lo conocí y probablemente no nos volveremos a ver más. Ese día, nuestra conversación duró hasta quedarnos dormidos. Recuerdo que desperté abruptamente, la ventana estaba abierta. Apenas y abrió los ojos; lo volví a abrazar, lo tapé, lo protegí del frío, me protegí también.
Iván Islas.
Ciudad de México.
Julio 6, 2007.
Ilustración: Fotografía a escultura de Javier Marín.
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