Saturday 16 June 2007

La pintura

A Jaime Flores Adame.

I.
Había tenido que esconder aquella pintura. Nadie más podía mirarla, sólo él.
II.
Un desagradable sentimiento le causaba “negarse”, renunciar a lo que quería, a los deseos. A veces, no había razones para conversar, daba igual ser o no ser explícitos. Y así, a través de ese extraño sonido, agudo y oculto, había sido muestra amistad, estar a un lado y sólo sabernos.
III.
La dueña de la galería, una de mis tantas cómplices, había prometido enseñarme algo. “Ya verás, te tengo una sorpresa”, me dijo aquella tarde al teléfono.

Como todos los días, había orado por media hora y al mismo tiempo recordaba a Santiago, pedía por él. Se hacía tarde…
IV.
No era más que una banal escena en aquel lienzo. Se percibía un fino y tenue barniz; el resultado, un día palideciendo, del gris pasaba al azul intenso. El trazo del pintor lograba un delicado efecto de neblina, un pálido velo que opacaba la escena y sólo los grandes ojos de uno de los dos personajes, un hombre joven, parecían provocar el único detalle luminoso. Era imposible que pasara desapercibida aquella situación que se retrataba, había cierto dejo de tristeza, una expresión facial casi apagada en ambos personajes, llevada por la gravedad, abatida. La escena, quizás, transcurría en algún país nórdico, justo a la orilla del mar. Uno soportaba el peso del otro, y fundiéndose, caminaban lentamente. Aquel muchacho, de sutil y delgado cuerpo, se sostenía en equilibrio por los gruesos hombros de un hombre quizá diez años mayor. El joven miraba al cielo.

Esa misma noche lo compré; lo quise llevar de inmediato, no esperé más. Llegué a casa y lo primero que hice fue despejar la pared más alta. Luego, con mucha delicadeza, lo coloqué en perfecta armonía junto a los demás objetos.
V.
Le comenté que la pintura era un obsequio, pero que yo se la guardaría, que mi casa sería un buen sitio para ella y que nadie más se iba a enterar. Y lo que había dicho no era más que una excusa para ver su reacción. Su mirada evidenció cierto encanto hacia la obra, pero eso no podría haber sido una señal certera, pues su estado de ausencia siempre era notable a través de esa extraña forma de mirar. Aquella ocasión parecía una respuesta diferente. En un impulso había dado su juicio: “me encanta”, aunque luego había rectificado diciendo que sólo se refería a “la técnica”. No podía aceptar el obsequio. Ni aunque yo me lo quedara en mi departamento, no podía, ni siquiera por su valor estético. Un cuadro que maldijera al Señor mostrando a dos hombres así no podría ser aceptado. “¿Qué no lo entiendes? ¡Nada que lo ofenda puede ser aceptado por mí! Ni aunque fuese una obra maestra". Así concluyó nuestro encuentro. Luego, me pidió que lo llevara a su casa. Bajó del auto, “algún día lo comprenderás”, dijo, y azotó la puerta.
VI.
Sólo algunos días bastaron para volvernos a ver. Fuimos a misa muy temprano y luego desayunamos en casa. Le dije que aún tenía el cuadro, y lo decía bajo el temor de alguno de sus arrebatos. Con la penetrante mirada de siempre, como aquella con la que miró por primera vez la pintura, respondió: “consérvalo, nunca lo vayas a vender. Hagamos ese pacto, ése ha sido un regalo, no sólo tuyo, sino también de Él”.


Ciudad de México, febrero de 2007.

Un paseo en moto

A Ociel Cuevas.

I.
Seis meses atrás y su respuesta a mi confesión: “Veme a los ojos. No llores más, que lloraré también. ¡Lucha! Esa es la batalla que te tocó librar en este mundo”. Él, hasta hoy, no quitaba el dedo del renglón, no perdía la esperanza de que ‘cambiara’. Pero a mí no me importaba, era febrero y los días con sol empezaban a aparecer.
II.
Era la complaciente sensación de ser los únicos en medio de esos bloques de concreto que se imponían, de esos altos edificios que daban sombra, que nos hacían parecer diminutos, como si cabalgáramos dentro de un gigantesco bosque. No seguí las reglas y él no dijo nada. Mis manos sujetaron su cintura, me recargué en su espalda. Lo sentí por primera vez muy cerca, lo olvidé todo y comenzó el paseo.
III.
Bajamos por el Bulevar de las Palmas. Aquel paseo terminaba. Las llantas rechinaron y anunciaron nuestro arribo. Antes de despedirse tuvo que preguntar como si continuara la conversación aquella: “¿y quién te cuidará cuando estés viejo? ¿quién te acompañará si no tendrás esposa ni hijos? Yo no podré”. Era como adelantarse, ser un aguafiestas. Entonces, bajé de la moto, era un espléndido día, de especial brillo. No quise responder. Me pareció una provocación inútil. Preferí sonreírle en un gesto de agradecimiento. Así me sentía, afortunado por aquellos instantes que acababa de vivir. Le di la espalda y seguí mi camino. Sólo recuerdo que fui feliz en aquel paseo en moto.

Iván Islas.
Ciudad de México, marzo de 2006.

El lado oscuro


¿Eres bueno?, preguntó Carlos. Aquello no fue más que un recordatorio. Diego no sabía qué decir. Precisamente eso, dicha interrogante, había sido durante los últimos años el eterno susurro de su propia sombra. Pero, ¿por qué ahora?, ¿por qué tenía que ser en ese instante en el que todo iba tan bien? El momento para ambos se alargaba en un pensamiento que no respondía ni al tiempo ni al espacio y, sin embargo, los segundos transcurrían como gotas de agua: tac, tac, tac, tac... ¡No lo es nadie!, contestó con rabia. ¿Estás seguro de lo que dices?, insistía Carlos, ¿podremos ser buenos? Entonces, todo se oscureció excepto allí donde se encontraban; una lámpara encendida los señalaba en medio de la infinita urbe. Todo había ido excelente. ¿Por qué arruinarlo? Diego y Carlos habían sido amigos por más de ocho años y esa respuesta iba a ser un gran golpe para ambos. Era la pieza de dominó que habría iniciado el derrumbe. Entonces, el velo se deslizaría, ¿todo habría sido duda y sospechas? Iba a comenzar una especie de confesión. ¡Calla!, gritó Diego, dejemos todo en silencio, como estaba. Todo se iluminó otra vez. El ruido del vapor y el aroma del café se incorporaban a la vida de nueva cuenta. Pudieron escuchar la presencia del murmullo habitual de aquel lugar. Diego puso su dedo índice en sus labios al tiempo que miraba a Carlos.

Ciudad de México, mayo 26, 2004.

Ilustración:

Hilos cósmicos
Miguel Ángel Cordera
Esmalte sobre tela (100X130cm)

Huir al norte (Los campos de futbol)


I.
“Toma las riendas de tu vida de una vez por todas”, así terminó su sermón. Y aquello sonó oportuno, prudente. Luego me incorporé y corregí mi postura, esa joroba, indicio de los lastres que cargaba, de lo pesado que me resultaba la vida. Su voz palideció el ambiente. Traté de mantenerme ahí, sin vacilar, sin instalarme en la fantasía y negarme. Sentí el viento, el aire frío de septiembre. No le llamé más, vino la huída.

II.
Manejaba de prisa, ni siquiera me percaté cuando cruzamos el Támesis. Su acento, tan ajeno, se convirtió en ruido, apenas lo entendía. Recién lo había conocido en un pub al sureste, poco después de dejar a Ian, y ya iniciaba, con él, la huída al norte, al frío de Glasgow. No sé si entendí bien los porqués de su venida a la isla, la India le parecía fascinante, pero, al parecer, no soportaba las viejas costumbres, el ser nativo, entonces coincidimos: yo quería dejar Londres y él conocer el norte.

III.
Miraba desde el parabrisas la interminable avenida. El tiempo se esfumaba y lo único que se presentaba ante nosotros eran las casas, los autobuses y la gente, todo abatido en lo cotidiano. Y de pronto, aparecieron esos grandes campos de fútbol, no tenían fin, de un peculiar verde, intenso. La espesa niebla, al unísono con la desolación del sitio, provocaba una extraña imagen, tenue, inevitablemente melancólica. Noté que nos alejábamos de la ciudad, ya mirábamos los desérticos bosques, y las luces que, en un compás irregular, emergían de vez en cuando, eran los autos del carril derecho y era el camino en penumbras. En esos instantes, había huido.

Londres-Ciudad de México.
Septiembre, 06-Diciembre 18, 2006.

Days of Rainy Mornings


It was night, the dark and empty night. We were just talking about our last years in London. Do you remember those days of rainy mornings? The sky got angry and it gave us a grey glare. The water insisted on being there as it always used to be in that season. How can we go back to those days? We used to spend all day long watching the same film, over and over. Lying down on the sofa, nothing had to be taken off. Despite everything, I was there. Was the colour of the sky the reason for being sad? You always told me I had to be clear so that I opened up and confessed my feelings at any time. Today is not different. Somebody else was here, on the same sofa next to me, so close. You were not aware of those little things. You were not right here when you were supposed to be during these rainy mornings.


London-Mexico, City.
September 06-March 07.